Las instituciones artísticas se encuentran ahora mismo en el jardín del vecino más cascarrabias del vecindario, y por si fuera poco tienen que enfrentarse de cara a un dilema ético que cuestiona los pilares de la poca libertad creativa que nos queda: la cultura de la cancelación. Un fenómeno que nos impusieron por la espalda, desarrollamos y que hizo que todos acabáramos con la piel más fina que el cloisonné, cuya mezcla de justicia social con un tribunal digital ha convertido los espacios culturales en trincheras ideológicas donde cada obra se somete a un escrutinio más intenso que la penúltima pregunta del “Juego de tu Vida”.
Hannah Arendt nos alerta sobre cómo el juicio moral y social, cuando no se confronta con la reflexión crítica, puede convertirse en un instrumento de exclusión: "La violencia se vuelve más peligrosa cuando es institucionalizada y no es confrontada con la reflexión crítica." Este pensamiento resulta esencial en el contexto actual, donde la cancelación se institucionaliza a través de redes sociales, convirtiendo la revisión ética de una obra en un linchamiento mediático que no siempre permite el diálogo, ni la posibilidad de matizar los grises.
Aunque otra vez (otra vez) la maldita justicia poética actúa en el momento más oportuno: espacios que tradicionalmente han estado dedicados a la transgresión y el pensamiento crítico ahora... tiemblan ante la posibilidad de llegar a ofender a alguien, quién lo diría, eh. Los agentes culturales y los profesionales del arte se han transformado en equilibristas intelectuales, intentando mantener la relevancia y la compostura sin caer ni de casualidad en el precipicio del desinterés desinteresado1, un ejercicio que requiere más equilibrio que un funambulista borracho.
La cancelación se ha convertido en un arma de doble filo: por un lado, visibiliza comportamientos reprochables de artistas, pero por otro, amenaza con crear un canon artístico tan esterilizado que resultaría más aburrido de lo que lo es ya. ¿Dónde se establece el umbral entre la responsabilidad ética y la censura? ¿Realmente podemos separar la obra del artista sin caer en la hipocresía de ignorar contextos problemáticos? El péndulo oscila salvajemente entre la inclusión y la exclusión, siendo conscientes de que cada decisión va a ser inmediatamente diseccionada por ejércitos de entendidos en redes sociales, jueces supremos de la moralidad instantánea que tapean la pantalla con más rapidez que un francotirador el gatillo.
Ironía sabrosa que radica en que esta cultura, nacida supuestamente para ampliar voces marginadas, y que al final termina por ejercer una forma sofisticada de censura que silencia precisamente aquello que pretende defender. Una tesitura donde cada decisión que se toma, y según el prisma que se mire podría ser una trampa...por que si conservamos obras de artistas cuestionables parece una traición ética, pero si las tachamos es como si borrásemos una parte de complejidad misma del registro histórico del arte. Qué cosas.
La pregunta es, entonces: ¿Cómo enfrentarnos a este dilema sin que la reflexión crítica se convierta en un acto de desautorización arbitraria? Es que realmente no basta con sancionar sin un proceso de cuestionamiento, sino que debemos mantener un espacio para el diálogo, la ambigüedad y la autocrítica. ¿No?
1 Kant, I. (1790/2007). Crítica del juicio (M. García Morente, Trad.). Madrid: Espasa Calpe, p. 78.
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