Aunque no quiero generalizar, porque hay muchos y muy buenos profesionales en este país, tenemos que admitir que existe una pequeña pero peculiar casta de individuos que, desde sus incómodos sillones Eames, deciden quién será el próximo Maurice de Vlaminck que va a revolucionar el panorama artístico.
La dinámica de este minúsculo pero influyente grupo decide básicamente la dirección que toma el arte contemporáneo…esos Midas de nuestros tiempos, a los que les dimos la “responsabilidad” de transformar simples mortales en estrellas del panorama artístico simplemente con su aprobación . (Desgraciadamente)
Lo verdaderamente irónico de esta situación es que estos insiders del arte están perpetuamente obsesionados con descubrir al próximo gran outsider. Como si se tratara de cazar mariposas en el Animal Crossing, contactan con artistas y recorren los estudios más recónditos del mundo del arte en busca de aquello que, por definición, debería estar fuera de su radar. Una paradoja al más puro estilo de Escher: buscadores profesionales de lo antiestablishment que, en el momento de señalarlo, lo convierten (inevitablemente) en establishment.
Ahora mismo los criterios de selección empleados por estos coolhunters del gusto contemporáneo parecen más un manual de networking que de un tratado de estética, por ejemplo. La calidad objetiva de una obra ha sido reemplazada por la ecuación social, donde las variables incluyen el número exacto de contactos que tengas, la cantidad precisa de transgresión aceptable y, por supuesto, la capacidad del artista para pronunciar ”paradigma” sin tropezarse.
Quizás lo más desconcertante de todo este sistema es que estos curadores están investidos con el poder supremo de la observación y el conocimiento, pero no necesariamente de la creación. Y eso es tan bueno como malo. Son los críticos gastronómicos del mundo del arte: pueden decidir el destino de un restaurante sin saber necesariamente hacerse un huevo frito. Su poder reside en la capacidad de señalar con el dedo, y quizás habría que utilizar de mejor manera el criterio, ¿no? Porque es obvio que este factor influye directamente a las galerías, que ya no meramente buscan mostrar al público su apuesta, si no que buscan a un artista que YA tenga su público.
Escribiendo sobre esto, inevitablemente me viene a la cabeza la típica pregunta de: ¿Y quién cura a los curadores? De momento tengo la respuesta: la circularidad de un sistema que se autovalida y se perpetúa a sí mismo…ya saben, la famosa serpiente que se muerde la cola.
Mirándolo desde una perspectiva más desenfadada, quizás deberíamos preguntarnos si el verdadero arte no está en la magistral performance que estos curadores realizan diariamente: el acto de convertir lo subjetivo en decreto, lo arbitrario en canon, y lo personal en universal.
Si te pones a pensarlo, ¿no es esa la mayor obra de arte conceptual de todas? ;)
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